Treinta y siete años han pasado desde que abandoné mi pueblo, todavía no olvido, aquellos ojos tristes ante quien prometí que volvería. Así que hoy, estoy presto a cumplir mi palabra.

¿Qué habrá pasado con Constanza? ¿Será que todavía espera que cumpla el juramento de adolescente, o por cansancio, habrá hecho su vida con otro?

¡Vaya, no puede ser, esa muchacha! ¡Es la viva imagen de mi primer amor! Lozana, sin arrugas, y con los mismos ojos tristes. ¡Imposible! Yo, tan viejo al lado de ella.

—¿Constanza?

—Sí, señor. ¡Yo misma soy!

—¿Eres tú? ¡Imposible!

—Yo lo esperaba.

Sentí como en un sueño ante lo absurdo. El tiempo en ella detenido. El pueblo no había cambiado un ápice.

—¿Aún vives en la casa vieja de la ladera?

—¡Claro! Desde que nací, según me cuentan.

Me pellizqué hasta rasgar mi piel acartonada. No soñaba.

—Lamento decirle que mi abuela no lo pudo esperar más, y tuvo que marcharse. Ella quería decirle que lo liberaba de su promesa.

—¡Entonces, tú no eres Constanza!

—¡Claro que soy Constanza…, la menor! Y si quiere puede llevarme consigo a la gran ciudad.

—¡¿Qué, estás loca?!

—No. Esa es la herencia que recibí de mi abuela.

—Acaso, no me dijiste que ella me había liberado de la promesa.

—Por supuesto. Ya no la tiene con ella, solo conmigo. Ella me pasó el testigo. Así que, los bienes y las cuentas por cobrar, ahora, son mías.

—¿Y tus padres?

—Ellos, están con la abuela. La acompañaban cuando se derrumbó la casa.

—¿Y en dónde estabas tú cuando eso pasó?

—Aquí. Esperándolo aquí, cumpliendo la parte que acordó con mi abuela.

Me miró con aquellos ojos tristes, y su figura menuda.

—¡No se extrañe! ¡Sáqueme de aquí para cumplir el anhelo de mi abuela de conocer al mundo!